El reciente incremento de las tarifas eléctricas, acordado por el gobierno, ha desatado una catarata de críticas y reacciones. Muchos ciudadanos se sienten indignados por una subida de la luz de casi el 10%, justo en medio de una crisis tan profunda como la actual. Y, aunque se aduzca que el precio del petróleo encarece la generación de la electricidad, lo cual no puede negarse, lo cierto es que la mayor parte del coste que hoy se traslada a los consumidores tiene su causa en retorcidas decisiones políticas del pasado.
En otro episodio muy definitorio de lo que es la política en España, las medidas adoptadas en materia eléctrica se caracterizaron en los años anteriores por algo que resulta irresistible para los dirigentes patrios: una rentabilidad política de corto plazo aún con efectos devastadores en el largo plazo. Pero todo acaba llegando y, como si de una mala película de terror se tratase, los espectros de aquellas decisiones se trasladan ahora al presente para susto y desasosiego del respetable.
No contentos con la moratoria nuclear, que llevó a la paralización de un puñado de centrales, algunas en avanzado estado de construcción, nuestros gobernantes apostaron en los últimos años por las energías renovables, principalmente eólica y solar. Estas dos formas de generación de electricidad, además de implicar unos costes bastante elevados (especialmente la fotovoltaica) poseen una característica muy particular, que impone otros fuertes costes al sistema: su funcionamiento es poco regular y bastante imprevisible. Si no hay suficiente viento (en el caso de la eólica), está nublado, ha caído la tarde o es de noche (en el caso de la solar) estas energías dejan de producir. Eso obliga a mantener un exceso de capacidad instalada en otros tipos de generación (ciclos combinados, carbón, fuel etc.) para poder atender a los picos de demanda cuando no hay sol o viento. Esta capacidad no se usa generalmente si las renovables funcionan pero debe estar ahí, con el coste que supone su amortización. Por todo ello, disponer de energía eólica y solar implica un importante sobrecoste.
En cualquier país con un sistema político transparente, la elección se hubiera planteado de forma abierta y clara: “optamos por unas energías más caras y los consumidores tendrán que pagar un recibo más elevado”. Pero, en España, los políticos encontraron muy pronto la cuadratura del círculo: “energías renovables sin que el consumidor paguen más, los contribuyentes tampoco y sin que las empresas tengan pérdidas”. Esa especie de milagro recibió el nombre de “déficit tarifario”.
Con este sistema, los usuarios pagaban un recibo que no cubría los costes de generación de la electricidad. Sin embargo el Estado garantizaba por ley que la tarifa eléctrica subiría en un indeterminado futuro para cubrir todos los sobrecostes acumulados del pasado. Con esta garantía legal, las empresas generadoras de electricidad podían emitir, para financiar el déficit, unos títulos que implícitamente tenían la garantía del Estado. Claro, el secreto estaba en la deuda: no pagar el coste de las renovables sino financiarlo a crédito porque quienes finalmente pagarían todo el invento serían ¡los consumidores futuros!
Ya era posible comprar el paraíso en cómodos plazos y unos cuantos años de carencia. Los políticos podían ofrecer unas energías pretendidamente limpias y ecológicas ¡sin coste para los votantes de ahora! Huertos solares y parques eólicos proliferaron por doquier haciendo ricos a muchos que disponían de buenas conexiones (y no precisamente eléctricas). Y algunos de estos huertos solares fotovoltaicos llegaron a producir en la oscura noche, todo gracias a las enormes primas concedidas a este modo de generación.
Y, si el argumento valía para las renovables ¿por qué no usarlo para otras energías? El carbón español resultaba muy caro y, por lo que parece, no muy ecológico. Pero ¡qué caramba! si se podía favorecer a los sindicatos mineros sin que lo pagase “nadie”, bien valía la pena obligar a las eléctricas a utilizar este carbón para generar electricidad.
El problema de todos estos enjuagues consiste en que la factura, tarde o temprano, siempre acaba llegando, generalmente en el peor momento. Así como en física no es posible el motor de movimiento perpetuo, en economía hay otro principio ineludible por mucho que los políticos intenten soslayarlo: nada es gratis y todo se acaba pagando.
Ha llegado la crisis y los inversores internacionales dudan de la solvencia de nuestro país. El hecho de que las empresas eléctricas españolas, con actividad internacional y cotizadas en bolsa, posean en sus balances unos activos tan extraños (como son los derechos de cobro a los usuarios futuros) no hace sino añadir más incertidumbre a la imagen de España. Y, con la crisis de deuda golpeando de manera recurrente, resulta más arriesgado seguir sacando al mercado mayores cantidades de unos títulos que, aunque no son legalmente deuda pública, sí poseen el aval de las autoridades españolas. De este modo, las mayores presiones para el incremento de las tarifas eléctricas se producen justo en el momento en que la crisis es más grave. Por fin sabemos quienes eran esos misteriosos consumidores del mañana: todos nosotros. Lo perverso de este invento es que no se carga el sobrecoste de las renovables en la fase de expansión de la economía, cuando la gente se lo puede permitir mejor, sino en la fase de crisis cuando la mayor parte de los ciudadanos ya tiene un presupuesto muy ajustado.
La elección sobre la generación de energía debe estar exenta de prejuicios y utopías. No se trata de una cuestión estética o ideológica sino de costes y competitividad. Y los gobernantes no pueden hacer demagogias al respecto sino que deben presentar a los ciudadanos las ventajas y desventajas de las diversas opciones para que, al final, pueda elegirse entre pagar una energía más barata o más cara con toda la información disponible y con todas las consecuencias.
Y, un consejo final: no se fíe de esos políticos que prometen algo “gratis”, argumentando implícitamente que ya vendrá otro en el futuro y lo pagará. Porque, ese “otro”, seguramente será usted.
Juan Manuel Blanco
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